LA HORROROSA CÁRCEL DE NIGUA
Santiago Estrella Veloz
Diariolibre.com.do
La cárcel de Nigua no fue construida por órdenes de Trujillo, como creen algunos, sino por el gobierno militar norteamericano durante la ocupación del territorio nacional por tropas de Estados Unidos (1916-1924). Originalmente estaba destinada a servir como hospital, con todas las comodidades propias de un establecimiento de esa naturaleza. La construcción, iniciada en 1919, costó US$100.00 (cien mil dólares), mucho dinero para esa época, sin incluir los terrenos, que fueron declarados de utilidad pública. Comenzó a funcionar como cárcel para presos comunes, y luego, presos políticos, que recibían en ella severos castigos en su integridad física y mental. Constaba de cinco pabellones dispuestos en semicírculos presididos por un local en forma circular destinada a las oficinas y celdas oscuras o solitarias y ubicadas en el centro. El establecimiento fue clausurado como cárcel a fines de la década de 1930 y luego se destinó como recinto para acoger a los enfermos de lepra. Hoy día, en el leprocomio de Nigua hay internas unas 25 personas.
En la cárcel de Nigua, en las cercanías de San Cristóbal, a unos 30 kilómetros al sudoeste de Santo Domingo, los presos eran obligados a realizar trabajos de chapeo y construcción de caminos, aunque se tratara de intelectuales, abogados, médicos, periodistas o gentes que nunca le habían puesto la mano a un machete. Todos soportaban chinches, cucarachas y ratones en las celdas casi a oscuras, separadas por un buen espacio, que ocupaban un semicírculo en cuyo centro había un edificio circular que servía como oficinas para interrogatorios.
Las raciones de comida consistían en agua de chocolate, un plátano verde y pan duro y viejo, incluso con lama, a menudo con una fetidez que revolvía el estómago. Los presos estaban obligados a comerla, pues de otro modo morirían por inanición. Los que enfermaban de paludismo debido a los mosquitos no recibían tratamiento médico alguno.
Las heridas de los golpes, culatazos y del "cantaclaro"-un látigo confeccionado a base de alambres-se tornaban blanquecinas con el salitre del mar Caribe cercano, por el lado sur, pero además por los gusanos que les caían. La atención médica era nula, de modo que los presos tenían que curarse las heridas por los métodos más inverosímiles, como por ejemplo tapándoselas con lodo.
Simplemente, aquellos condenados a tan triste suerte eran dejados morir, cuando no es que perecían fusilados en un sitio vecino llamado Camunguí, cerca de una plantación de arroz propiedad de Trujillo, en cuyos predios los cadáveres eran sepultados sin señal alguna que algún día permitiese identificarlos. Órdenes para fusilar presos fueron dadas en Nigua por el general Federico Fiallo y el coronel Joaquín Cocco, asistidos por esbirros de la talla de José Leger, Dominicano Alvarez, capitán José Pimentel y un soldado al que solo se le conocía por el apodo de Pelo Fino, cruel hasta la saciedad. En alusión a la cárcel de Nigua, el asesinado escritor español José Almoina dice:
"Es algo que tiene para los dominicanos un perfil siniestro, que hace estremecer a la gente. Se dijo durante mucho tiempo que era preferible tener cien niguas en un pie y no un pie en Nigua. La situación de este campo de concentrados políticos, entre arenales que se torrefactan al sol implacable del trópico y se humedecen por la acción del mar próximo, es algo horroroso. En estos inhóspitos médanos los presos estaban obligados a trabajar de sol a sol y, vejación satánica, a contemplar los fusilamientos de sus propios compañeros. Por Nigua han desfilado miles de dominicanos y allí han muerto fusilados, o incapaces de soportar más trabajos, centenares de ellos"
En los inicios de la década de 1930 en Nigua estuvieron presos, entre otras personas, Miguingo Rodríguez, Juan Isidro Jiménes Grullón, su padre José Manuel Jiménes, Juan Bosch, Ramón Vila Piola, Ildefonso Colón, Eduardo Vicioso, José Selig Hernández, Rigoberto Cerda, Félix Ceballos, Daniel Ariza, Polín Franco, Felipe Blanco, Ellobín Cruz, Luís Heriberto Valdez, Manuel Borbón, Pablo Estrella, Andrés García, Juan Isidro Rodríguez, Luís Valdez, Chichí Patiño, Rafael (Fello) Felipe, Vitaliano Pimentel, Amadeo Barletta, Luís María Helú, Sergio Manuel Ildefonso (Caporí), Enrique (Quique) Veras, Cholo Cantizano, doctor Francisco Augusto Lora, el cubano Juan Bautista Davis, José (Chichí) Montes de Oca, el ex capitán del Ejército Aníbal Vallejo, el árabe José Najul, Plácido Arturo Piña, y hasta una hermana de Enrique Blanco, aquel legendario guardia desertor que fue tenazmente perseguido por sus compañeros, a quienes burlaba con facilidad porque conocía los montes, hasta que finalmente fue muerto, no sin antes dejar tras de sí una estela de heroísmo al enfrentar con buen éxito a los guardias de Trujillo, hasta ser loado en canciones populares y leyendas inverosímiles sobre sus hazañas.
Los sicarios de Trujillo trataban de presionar a la mujer, llamada Carmen, para que admitiera su participación en la muerte de un guardia. Ella siempre mantuvo su alegato de inocencia, pero aún así fue internada en Nigua, hasta que finalmente un día supuestamente la pusieron en libertad, cuando la realidad es que la mataron, sin respetar siquiera que se trataba de una mujer.
En fin, Nigua era un sitio donde fueron internados centenares de dominicanos que sufrieron horrendas torturas, incluso la muerte, por oponerse al dictador más sanguinario que jamás haya existido en la República Dominicana.
Los carceleros siempre utilizaban garrotes para golpear y a veces causar la muerte a aquellos presos que se quejaban por el duro trabajo o se desmayaban en plena faena, debido al agotamiento físico o las enfermedades. Hubo algunos, como Ellobín Cruz y Luís María Helú, que perdieron la razón debido a las torturas de que fueron víctimas.
La disentería y el paludismo eran las más comunes, pero también la tuberculosis y las enfermedades de la piel por la suciedad imperante. Los presos tenían que dormir en el piso de cemento, en un estrecho espacio donde no era posible moverse mucho. Los que conseguían algún camastro con una vieja colchoneta tenían que enfrentarse a millares de chinches o soportar el vaho sanguinolento dejado por presos que durmieron en ellas después de ser rudamente golpeados o heridos.
En otras ocasiones, las torturas consistían en aplicarles en los testículos un rústico aparato llamado "tortor", consistente en dos trozos de madera atados con una cuerda que, al irse apretando, causaba dolores y gritos espantosos a quien recibía el castigo. Se aplicaba también en el cuello, para causar la muerte por ahorcamiento.
Las confesiones también eran arrancadas obligando por la fuerza a un preso a ingerir grandes cantidades de agua. Entre dos soldados, al preso amarrado le abrían la boca y con un embudo le llenaban de agua, hasta que el infeliz no podía más. Muchos confesaron mentiras e implicaron inocentes, fruto de la desesperación, con el fin de evitar el suplicio, herencia directa de métodos aplicados en el Este por la soldadesca norteamericana durante la intervención militar de 1916.
En aquella época las víctimas eran patriotas que enfrentaban a los violadores de la soberanía nacional, llamados despectivamente "gavilleros" por los yankis, con el propósito de justificar su persecución, apresamiento o fusilamiento.
En las cárceles de La 40 y el 9, ambas en Santo Domingo, se usaban más "modernamente" picanas eléctricas aplicadas en los testículos y otras partes sensibles del cuerpo, como los oídos o el ano.
Los prisioneros eran mantenidos desnudos y esposados. Otra forma de tortura era la silla eléctrica, que consistía en una silla forrada de cobre conectada al sistema eléctrico. Mediante un control, los torturadores aplicaban la corriente aumentado su intensidad, hasta que la víctima confesaba o moría. Casi siempre el asiento de cobre de la silla era mojado para que fuese mejor conductor de electricidad.
Hubo casos en que el pelo de la cabeza del torturado quedó completamente chamuscado, a tal punto que botaba humo. Terminada la tortura, el cadáver era desatado de la silla y tirado al suelo, donde un esbirro le golpeaba con un garrote en la parte anterior del cuello, popularmente conocida como gaznate. Un infeliz orate que servía en La 40 era el encargado de lavar la sangre, lo cual hacía con una escoba y una cubeta de agua, con carcajadas guturales estúpidas, casi siempre solicitando a los esbirros que le regalaran la camisa o el pantalón dejados por el difunto.
Es asombroso conocer que al comandante cubano Delio Gómez Ochoa, que vino en la expedición contra Trujillo el 14 de Junio de 1959, le encendieron astillas de cuaba en las uñas de los pies como parte de las torturas a que fue sometido, que incluyeron extraerle algunas muelas con un alicate, sin anestesia alguna, pero además le ataron a una cuerda colgante de un helicóptero, que lo sumergía repetidas veces en las aguas del Mar Caribe mientras la ciudad dormía. El propósito era que se lo comieran los tiburones, aunque afortunadamente tal cosa no sucedió.(11)
Era común que los cadáveres de los presos asesinados fueran llevados a la incineradora de basura de la calle antiguamente llamada Braulio Alvarez, cerca de donde está hoy el puente Juan Bosch, o lanzados al mar Caribe, casi siempre por los lados de la Caleta o Boca Chica. Hasta donde sabemos, hubo el caso de uno que fue lanzado a la misma puerta de donde vivía su familia.
Era hermano del periodista Alcides Castro Santana, quien estuvo preso por sus actividades antitrujillistas y fue uno de los primeros directores del periódico Libertad, órgano del Movimiento Popular Dominicano (MPD)- un partido marxista-leninista. Castro Santana abandonó luego sus ideas políticas de izquierda tras su regreso del exilio en Venezuela. En 1963 escribía en el periódico derechista Prensa Libre, que dirigía Rafael Bonilla Aybar y que incendiado por las turbas durante la revolución constitucionalista de 1965.
Ese mismo año, Castro Santana lució el rango de mayor de la Fuerza Aérea Dominicana, que combatía a los patriotas que luchaban por reponer a Juan Bosch como presidente constitucional de la República, víctima de un Golpe de Estado militar el 25 de septiembre de 1963. Castro Santana murió años después en un accidente de tránsito en el que también pereció una hija suya, en el ensanche Los Mina, al este de la ciudad. Fue padrino de bodas del autor de este libro, el 18 de octubre de 1964.
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