lunes, 19 de noviembre de 2012

Casa de torturas de La 40

CASA DE TORTURAS DE LA 40
Revista 110 - Ecoportaldominicano.com
30 de mayo, 2009

Oscuras noches de martirio sin tregua en tétricas celdas
En principio, era una residencia campestre propiedad del general Juan Tomás Díaz, situada en las afueras de Ciudad Trujillo. Pero las apetencias desbordadas del todopoderoso dueño de vidas y conciencias del país, el "generalísimo" Rafael Leonidas Trujillo Molina, hicieron que su propietario "cediera" al tirano esta casa que fue convertida de golpe y porrazo, en uno de los más temidos, terribles y odiados centros de torturas.
La 40, llamada así por estar localizada en la calle del mismo nombre en lo que hoy es parte de la barriada de Cristo Rey, fue testigo mudo de los horrorosos, refinados y avanzados métodos de tortura para arrancar confesiones, muchas veces hechas para evitar que se siguiera aplicando el castigo, se constituyó en una especie de leyenda funesta para la nación.
Quienes estaban a cargo de suministrar las torturas eran oficiales allegados al "jefe" y su hijo Ramfis, así como algunos amigos desaprensivos y degenerados que descargaban sus frustraciones en ese antro de maldad y opresión. "El que entra en la 40, sale loco o sale muerto" era la frase que se comentaba soterradamente en la población.
Y así, centenares de hombres, mujeres y niños penetraron a ese suplicio para no reaparecer jamás. Miles de ciudadanos caminaron por sus pasillos rumbo a las celdas y a las torturas que se aplicaban más allá de la última puerta, situada al final de un tétrico corredor de muerte por donde la tiranía trujillista hacía transitar a sus víctimas, hasta el camino final: la muerte, llamada Maru-Maur por sus inquilinos en referencia a una novela de moda en la época.
La cárcel de la 40, algo que solo puede concebir la ficción novelística más desgarradora, fue un antro de torturas que en República Dominicana que operó bajo la tiranía de Rafael Leonidas Trujillo, a partir de 1955, manejado por gente a la que la castración política y moral le definiría como "pobres diablos". Allí convergía y se sintetizaba el trabajo del vasto esqueleto represivo dirigido por Johnny Abbes García –el temido jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM)-, quien tenía su escritorio en la principal caseta destinada a la tortura.
"Pobres diablos"
Era un trabajo que iniciaba por la labor de un cuerpo de soplones pertenecientes a todas las escalas sociales, a quienes les competía informar de cualquier movimiento raro. De inmediato, entraban en acción los responsables de verificar, en el terreno, la situación informada. Detectada la naturaleza "conspirativa", se daba paso a los equipos de "esbirros" montados en pequeños Volkswagen (carritos cepillos), con dotación de armas cortas y largas, cuya especialidad era robarse a la persona denunciada.
Al menos así lo relata el doctor Rafael Valera Benítez, en su obra "Complot Develado", quien describe que esa tarea era desarrollada en horas de la madrugada mediante una operación relámpago en los domicilios o algún sitio discreto, después de que la víctima era seguida con toda parsimonia.
Y cuando la actuación discreta era la regla recomendada, no excluía el asalto violento. Esos equipos patrullaban todo el país, región por región, a base de un cuadro de personal con turnos rotativos, y cada carrito era dotado de un transmisor que remitía a la estación central situada en la 40.
De esa forma, el ruido de los motores de los "cepillos", había convertido la presencia de los pequeños carritos en un esmerado ritual terrorífico que hacía cundir el pánico por doquier. Una vez en el palacio de los suplicios, el cautivo era fichado, se dilucidaban las implicaciones políticas y si procedía o no una acción represiva.
Por supuesto que, según los relatos de Valera Benítez - quien estuvo recluido en la cámara de torturas-, ese tipo de evaluadores jurídicos no tenían nada que ver con los soplones que se trasladaban al terreno de los hechos después de una confidencia, lo que no significaba que esos abogados no pusieran su granito de arena en la labor de extracción de confesiones, "y se unían al coro de torturadores haciendo uso de bastones eléctricos dotados de pilas de alto voltaje que se aplicaban en las partes vitales del prisionero desnudo y esposado ante sus verdugos".
Los diversos medios de transmisión de mensajes y el manejo de sofisticados aparatos para la transmisión y recepción de los mismos, formaban parte del personal que motorizaba esa fábrica del crimen.
Un infierno sin treguas
Por la secuencia que tenía el origen y desarrollo de la represión, cada prisionero tenía su escena preparada cuando ingresaba a la 40, mientras en toda la prisión, no cesaba la tortura del más diverso modo, en medio de un "frenesí bestial", en el que se entremezclaban, torturadores y hombres desnudos y esposados dando alaridos y revolcándose como "gallinas decapitadas", según narra el citado autor.
"Es indescriptible el impacto que produce en el ánimo más aplomado, contemplar a un hombre indefenso y desnudo, vuelto una masa de carne lacerada y convertido en una especie de cebra bípeda con todo el cuerpo cubierto de surcos negros y sanguinolentos causados por pelas de más de 200 azotes, que se aplicaban con foetes, gruesos alambres y tubos de material plástico".
Qué decir de los alaridos provocados por la aplicación de corriente eléctrica, con su efecto quemante en todo el sistema nervioso, o la escena, en especial dramática, de un hombre desnudo y amarrado a una poltrona recubierta de láminas de cobre: "la víctima se retorcía al recibir las descargas eléctricas y las contracciones de su cuerpo que se sucedían entre aullidos de dolor para producir una visión realmente insoportable".
Torturadores profesionales
Hurgar en los relatos es como para entruñar el rostro del más sosegado. Es que mientras ese espectáculo espeluznante seguía su ritual, el coro de torturadores, en medio de las pausas, vertía toda suerte de chistes y sarcasmos con respecto a las víctimas, mayorías adversas políticamente al régimen de Trujillo, en tanto practicaban la diversión de apagar cigarrillos, de manera continua, en los cuerpos de los maniatados en la silla.
"Cuando alguien perdía el conocimiento, como consecuencia de las pelas aplicadas en un cuadrilátero denominado "El Coliseo" por dos o tres esbirros a la vez, sobre el cuerpo despellejado y en carne viva del cautivo, era derramada una lata de agua de sal, o se le sentaba en la silla para reanimarlo con descargas eléctricas".
La imaginación no tenía límites al momento de poner en práctica las más aberrantes formas de torturas. Por ejemplo, según los relatos, la enceguecedora luz que emanaba de un potente foco, quemaba el cerebro de los interrogados, aun cuando intentaban mantener los ojos cerrados.
Noches de terror
Ese "Coliseo", testigo de tantas penurias, también fue escenario para hacer entrar en acción a perros amaestrados que eran azuzados contra el cautivo, siempre desnudo y esposado, que sufría un ataque intermitente con pausas de 30 segundos a un minuto, lapso en el cual, se reanudaba el asediante interrogatorio para darle paso a una nueva acometida de los canes.
"Los perros, como verdaderos seres humanos, obedecían de manera automática tanto la orden de atacar, como la de suspender el ataque. Aquello era un sistema de tortura física y sicológica. Eso no es todo, la aplicación de los tubos eléctricos en las partes vitales era cosa común".
Había un grupo de sicarios comandados por Abbes García, que de manera particular llevaba la voz cantante en las sesiones de tortura. Según los relatos, ellos eran el entonces mayor de la Aviación Militar Dominicana, Tavito Balcarce, y el sargento de la policía Juan Reyes (Juan Mi Sangre), así como el general Tunti Sánchez y el no menos nefasto Rodríguez Villeta, quienes jugaron un papel protagónico en esa tarea.
Alternaba el ultraje el ex mayor de la Aviación Militar llamado César Báez y Báez, casado con un miembro de la familia Trujillo, y Cándido Torres, subjefe de la represión.
Nombres, hay muchos. Solo se mencionan algunos que sobrevivieron a esa barbarie y salvajismo. Entre éstos: Marcos Pérez Collado, Lisandro Antonio Macarrulla Reyes, Rafael Valera Benítez, Alfredo Parra Beato, René del Risco Bermúdez, José Daniel Ariza Cabral y el profesor Antonio Cuello, por citar algunos.
Sin embargo, como apunta Valera Benítez, todos los torturadores mencionados, han gozado, unos en el país y otros en el extranjero, de la más placentera impunidad, llegando en ocasiones a ocupar importantes puestos en la administración gubernamental de otros tiempos.
Es decir, que los procedimientos e investigaciones realizadas fueron sepultados, ignorados o revocados por los Abbes García, y políticos y personas de toga y birrete que campean a todo lo largo y ancho de la isla lacerada.