Cuenta Germán Ornés en su libro Trujillo, el pequeño Cesar del Caribe que “Los opositores sacados a la fuerza de sus hogares eran lanzados en celdas infestadas de bichos en la prisión de Nigua, una prisión llena de malaria cerca de la capital. Por medio de cateos ilegales, rapto y asesinato, la banda 42 aterrorizó a la población. Toda una generación de líderes democráticos dominicanos fueron eliminados, toda oposición erradicada y cualquier pequeña llama de impulso político fue aplastada.
Para quedar ahogado en el baño de sangre, un individuo no tenía que ser persona activa en la política. Era razón suficiente tener a un pariente cercano que lo estuviera. El Dr. Gerardo Ellis Cambiaso, un oponente activo del régimen, buscó refugio fuera del país para evitar la persecución, pero dejó atrás en la República Dominicana a su hijo Gerardo Ellis Guerra, un estudiante de secundaria sin ningún tipo de afiliación polítca. Una tarde, mientras caminaba con su novia por la calle principal de Santiago, el joven fue herido mortalmente en una balacera que se desató.
Familias enteres (los Perozos, los Bencosmes, los Patiños, los Vallejos) perdieron a casi todos los hombres durante estas primeras purgas o en los años que siguieron poco después”.
En su libro De Lilis a Trujillo Luis F. Mejía nos cuenta:
“Trujillo brindó plenas garantías al general Alberto Larancuent. Al ponerlo en libertad en septiembre de 1930 lo recibió cordialmente en su despacho. Un abrazo selló la despedida. En la noche de ese día, invitado Larancuent a una entrevista en el Parque Colón, cuando aguardaba a quien iba a proponerle un negocio, se apagó la luz, cuya llave se halla en el Cuerpo de Policía. En seguida un encapotado lo hirió de gravedad. Murió horas después en el Hospital.
El general Cipriano Bencosme andaba fugitivo por los campos del Cibao a fines de 1930. Se le persiguió implacablemente. Centenares de personas, entre ellas familias enteras, fueron fusiladas, por razón de haberlo escondido o de no dar informes sobre su paradero. Descubierta por una traición la casa donde dormía, un pelotón de soldados le dio muerte. Lo sepultaron allí mismo. Trujillo, al recibir la noticia, ordenó desenterrar el cadáver y exhibirlo tirado sobre la acera de una calle de Moca. Un jefe rifeño habría hecho otro tanto. ¿Pero habría ido, días después, como lo hizo el Generalísimo, a darle el pésame a la desolada viuda de la víctima? Visita de pésame recibida mansamente, porque la pobre señora tenía varios hijos por quienes temer.
Desiderio Arias reconoció el error de sumarse a la cuartelada de febrero del 30. El gastado guerrillero quería hacer algo en reparación de sus faltas; pero como carecía de los medios necesarios, aceptó las garantías de Trujillo, en una entrevista en que pudo darle muerte, de lo que se abstuvo por cumplir su
palabra empeñada. Vuelto a perseguir y vendido por un falso amigo, le quitaron la vida en la manigua. Su cabeza fue llevada en un macuto al Generalísimo por el oficial que lo ametralló, quien obtuvo, como recompensa, un ascenso militar. También la viuda de Desiderio recibió la macabra visita de pésame del victimario.
El procedimiento favorito del Generalísimo es matar de sorpresa. En ese caso ejecutan sus órdenes un desconocido individualmente o un grupo de desconocidos que tripulan un automóvil, llamado por el pueblo La Lechuza o el Carrito de la muerte. Así asesinaron, en una calle céntrica de Santiago, al estudiante de veinte años, Gerardo Ellis Guerra, cuando paseaba con su novia. Así dieron muerte al general José Brache, anciano de setenta años, a la salida de un cine; a Eligio Esteves, agricultor mocano; a Armando de los Santos, cuando regresó de Caracas; al general Tancredo Saviñón, en la Noche Buena de 1938, a Tuti Grullón, a Arturo Vallejo, a Mateo Aguilera, a Victoriano Almánzar, a Tito Amarante, a Quintino Bencosme, a Julio Alberto García, a Andrés Infante, a Benito Labrador, a Eugenio Lithgow, a Luis Ricardo, a Ramón Silverio Sandoval, a Ramón Silverio Gómez, a Juan Steffani, a Camin Suro y a centenares de ciudadanos, cuyo único delito consistió en estar señalados como enemigos del régimen, por haberlo exteriorizado imprudentemente. Pero el procedimiento no tardó en caer en el descrédito. Los desconocidos fueron pronto bien conocidos.
Cuando El carrito de la muerte hacía su aparición, por lo regular al anochecer, en un pueblo del interior, sus habitantes se ocultaban y las puertas de las casas eran cerradas con presteza. A veces, si un sólo individuo perpetraba el asesinato, personas del pueblo lo perseguían y al capturarlo entregábanlo a la justicia. Entonces el sacrificador era sacrificado en la prisión, o se le aplicaba la ley de fuga, para asegurar su silencio. Esa muerte la recibieron el Aruñao, asesino del general José Brache, por haber herido también a la esposa de un americano, y el sargento de la Policía Municipal Sindulfo Benavides Minaya, quien dio muerte, sacándolo de la cárcel de San Pedro de Macorís, a Colón Piris, joven estudiante puertorriqueño, de diez y seis años. Al enterarse del fin de su hijo, la madre de Piris se fue a Puerto Rico. Desde allí dirigióse a la Cancillería americana en reclamo de justicia. En San Juan hubo manifestaciones públicas para protestar contra el crimen. El Cónsul dominicano tuvo que solicitar protección de la policía. El Generalísimo hizo callar para siempre al matador, gracias a la ley de fuga, y a la reclamante la indemnizó con esplendidez.
El Carro de la muerte fue sustituido después por el moderno paseo, menos espectacular. Dos cubanos, famosos miembros de la porra machadista, uno llamado José García, entraron al servicio de Trujillo. Cuando recibían orden de matar a una persona lo invitaban u obligaban a montarse en su automóvil. Salían de excursión a las afueras de la ciudad, Santiago o la capital casi siempre, y después de cumplir su misión arrojaban el cadáver por algún barranco. Jesús Ma. Patiño, Nicolás Cantizano y Carlos Russo, jóvenes estudiantes santiagueros, Rigoberto Cerda, Plácido Morel, Julio Pou Pérez, Alfonso E. Perozo, y un gran número de personas más, perecieron en esa forma. Sus cadáveres fueron hallados putrefactos algunos días después de su desaparición. Al fin Trujillo se cansó de los cubanos y les aplicó sus propios métodos.
Sin embargo, el paseo siguió y sigue de moda. Afortunada ha sido la suerte de quienes así recibieron la muerte, pues los acusados de haber participado en alguna conspiración han tenido más cruel y trágico fin. Wenceslao Guerrero quiso librar a Santo Domingo de su verdugo, lo cual no pasó de proyecto. Denunciado, fue reducido a prisión. Sometido a las más crueles torturas, sufrió la fractura de las piernas y los brazos. Después lo fusilaron en el Aguacatico, a orillas del Ozama, con varios coacusados más, igualmente atormentados. El general venezolano Arévalo Cedeño, preso por Trujillo en 1932, lo asistió y consoló en un calabozo de la Torre del Homenaje, la noche anterior a la ejecución.
El Generalísimo suele dar grandes muestras de valor. Así, en abril de 1934, con el pretexto de estar conspirando, fueron reducidos a prisión los doctores Ramón de Lara, Miguel A. Pardo y Félix
Raymond; los licenciados Abigaíl Delmonte, Bienvenido García Gautier y Ramón Valdez Pimentel, y los señores Juan Sedes, Carlos Álvarez Ruiz, Ramón Pimentel, Salomón Dauhajre, Agustín García Navas y Mayía Acta. Se les puso el traje rayado de los presidiarios. Pocas horas después fueron llevados, con excepción de los doctores Lara y Pardo, a las oficinas del alto comando del Ejército, donde se les colocó en fila, rodeados de soldados armados. En seguida se presentó ante ellos el Epónimo, con un bastón en la mano y un seño iracundo en el rostro, y les dijo: “He venido a conocer a los asesinos que me quieren matar, ustedes son unos hijos de… ¡Sálgame ahora! A mi me sobra lo que a ustedes les falta”. En seguida les fue pegando por la cara con el bastón a uno por uno, diciéndoles toda clase de insultos. Cuando llegó ante el licenciado García Gautier le dijo –Y a ti, viejito, no te pego por respeto al Santo Sepulcro. García Gautier, aficionado a títulos y condecoraciones, es caballero del Santo Sepulcro, investidura que recibió en la Catedral de Santo Domingo con gran solemnidad. Eso lo salvó de aquel ultraje.
En el 1934, y a principios de 1935, se descubrieron dos conspiraciones. Una en Santiago, formada por jóvenes profesionales, profesores y estudiantes, aliados con algunos veteranos de las guerras civiles, empleados de comercio y obreros. Entre los primeros se contaban los doctores Juan Isidro Jimenes Grullón y Francisco J. Castellanos, el profesor Ángel Miolán, Ramón Vila Piola, y los estudiantes, Nicanor Saleta, hermanos Liz, Rafael Veras, Jesús Ma. Patiño, Guaroa Félix Pepín, Carlos Cantizano, Luis M. Helú, Ramón Valverde M., José Rafael López, Sergio Ildefonso (a) Kaporit, Rafael O. Moscoso, Chichi Valera y otros más.
La mayoría, menores de veinte años, eran alumnos de la Escuela Normal de Santiago. El segundo grupo lo constituían, entre otros, el general Daniel Ariza, Rigoberto Cerda, Ramón E. Michel, Germán Martínez Reyna, Tomás Ceballos, Francisco Montes de Oca, Andrés García, Plácido A. Pina y José Najul. La conspiración fracasó en su propósito de atentar contra la vida del Generalísimo, sin llegar a un principio de ejecución. Varios adolescentes colocaron algunas bombas, de manufactura criolla, en determinados sitios; no hubo desgracias personales. Presos los más señalados y torturados, Vila Piola habló. Por sus delaciones prendieron a todos los comprometidos, con excepción del doctor Castellanos y de Miolán, que pudieron salir antes para el extranjero. Al general Daniel Ariza le rompieron, con una vara de hierro, varias costillas; después pereció bajo el tormento del fuego. Francisco Montes de Oca apareció ahorcado en su celda. Los demás fueron juzgados, cuarenta y cuatro en total, y condenados a diversas penas, desde cinco hasta treinta años de trabajos públicos. Vestidos con el traje barreado de los criminales y bajo el látigo de inmisericordes capataces trabajaron en las carreteras. Sin embargo, Trujillo quiso ser magnánimo,–a él no le agrada tener presos– y los indultó un año después. Ya en libertad, los desconocidos dieron muerte a Rigoberto Cerda, a Chichi Valera, a Jesús Patiño y a Tomás Ceballos. Agustín Castro y Luis Ma. Helú perdieron la razón, debido a las torturas morales y materiales que sufrieron. Helú murió de tuberculosis. Fulvio Liz Cruz y Félix María Ceballos, el primero de 14 años y el último de 18 años, no resistieron el tormento, el hambre y el paludismo del Presidio de Nigua, se tuberculizaron también en la prisión y murieron a poco de salir de ella. Ese proceso fue instruido por
Manuel A. González R., quien lo publicó en dos volúmenes, para hacer galas le su celo en velar por la vida del Generalísimo, cuyo panegírico hizo con emocionadas palabras el defensor de oficio de
los acusados, al reconocerlos culpables. Terminaba así: “Por esas razones. Honorable Magistrado, inspirándoos en la magnífica obra de nobleza y de perdón del Primer Magistrado, el Generalísimo
Rafael L. Trujillo Molina, quien tiene la bondad inmanente de los grandes hombres y la férrea voluntad de los grandes jefes, por vuestra reconocida disposición de Juez imparcial, concluimos diendo”…etcétera.
La otra conspiración tuvo efecto en la capital a fines de 1934. Acusados de tomar parte en ella fueron reducidos a prisión el doctor Ramón de Lara, el ingeniero Juan de la C. Alfonseca, el doctor Báez Ledesma, los licenciados Eduardo Vicioso, Abigaíl Delmonte y Fremio Soler, y Oscar Michelena, Amadeo Barletta, Carlos Franceschini, José Selig Hernández, Pupito Ellis Sánchez, Emilio Andújar, Dionisio Caballero, Federico Cordero Díaz, Rafael Reinoso, Delfín Ramírez, Negro Frías, Vitaliano Pimentel, José Peña, Juan J. Caballero y varios más. Todos sufrieron las mayores torturas. Con un haz de cables de luz eléctrica, atado a un palo, que llaman canta claro, se les azotó, colgados del techo y atados por las manos, hasta dejarlos sin conocimiento. Fueron juzgados y condenados a veinte años de trabajos públicos. También trajeados de presidiarios picaron piedras en las carreteras. Empleábaseles en los más ruines oficios dentro del Presidio de Nigua, donde sufrieron de paludismo pernicioso, endémico en aquella región, Vitaliano Pimentel, Rafael Reinoso, José Peña y un hermano del asesinado general Larancuent murieron en la prisión; unos sucumbieron a palos, otros ejecutados después de torturados. Dionisio Caballero fue puesto magnánimamente en libertad. Poco tiempo después le dieron el paseo en Baní. Por un perro, que llevaba en la boca un pedazo de su cuerpo, se descubrieron sus restos, ya casi devorados por otros canes callejeros. El Gobierno italiano reclamó la libertad de Amadeo Barletta, su cónsul honorario, preso por haber establecido una fábrica de cigarrillos que competía con la Compañía Anónima Tabacalera, de la cual Trujillo tiene más del 50% de las acciones. El Generalísimo se negó a ponerlo en libertad. Lo presionaba diariamente con toda clase de amenazas para obligarlo a declararse culpable, pero lo soltó por gestiones del Gobierno americano. Destituyóse al Secretario de Relaciones Exteriores Logroño, con el fin de atribuirle la culpabilidad del incidente. Oscar Michelena pudo obtener su libertad, debido a su amistad con Sumner Welles. En la prensa de Puerto Rico, en un impresionante relato: “Cárceles de Trujillo” narró las espantosas torturas que le infligieron y cómo lo azotaron con el cantaclaro hasta dejarlo sin conocimiento. Los demás, al cabo de dos años de presidio, fueron libertados. El doctor Lara, el licenciado Vicioso y el ingeniero Alfonseca pudieron salir al exterior. Sus compañeros, menos afortunados, o se han hecho partidarios del Generalísimo y viven entonando loas en su honor, o arrastran una vida miserable, deseosos de pasar inadvertidos, de ser olvidados, para que no se les envié de paseo o vaya a visitarlos uno de los desconocidos, entre los cuales se cuenta un joven simpático y distinguido, Capitán del Ejército y excelente tirador, de apellido Oliva, quien entre sus piezas cobradas, cuenta a Rafael H. Hutarte, joven idealista, cazado en una calle de la capital.
Pero los adversarios y enemigos del Generalísimo no pueden experimentar una sensación de seguridad, ni en el exilio, aunque se hallen en la ciudad más grande de los poderosos Estados Unidos de América. Allí también hay desconocidos. Los licenciados Ángel Morales y Sergio Bencosme vivían en Nueva York, desde 1930. Un domingo en la noche del mes de abril de 1935 se encontraba Bencosme, hijo del asesinado general Cipriano Bencosme, en la pensión donde se hospedaban. Morales había salido, así como los demás pensionistas. Tocaron el timbre de la puerta. La patrona abrió. Entró un sujeto de tipo latino, como dicen en Estados Unidos, y pistola en mano la hizo retroceder hasta encerrarla en la cocina. A los gritos de ella salió Bencosme, a medio afeitar, y tropezó con el desconocido, quien le ordenó, apuntándole con su pistola, levantar las manos. –¿Dónde está el doctor Morales? –No sé, contestóle él. –¿Quién es Bencosme? –Yo soy, volvió a responderle. Le ordenó que se volviera de espalda y le disparó a mansalva, hiriéndolo de gravedad. Después huyó por las escaleras. Bencosme falleció al cabo de dos días. Abiertas las investigaciones judiciales, el Gran Jurado de Nueva York acusó de asesinato en primer grado a Luis Fuentes Rubirosa, dominicano, primo hermano del entonces yerno del Generalísimo, Porfirio Rubirosa, quien había estado en Nueva York en esos días. Fuentes Rubirosa salió por aeroplano, para Santo Domingo, inmediatamente después de cumplir su cometido. Se le hizo oficial del Ejército, antes de ser acusado como autor del crimen. Cuando se solicitó su extradición lo ocultaron. Todo hace presumir que ha corrido la misma suerte del Aruñao y de Sindulfo Benavides Minaya. Un coautor, cuyo testimonio puede comprometer en el mañana al Generalísimo no tenía derecho a estar vivo.
En el Ejército había hombres a quienes los crímenes ordenados por Trujillo, con sangre fría pasmosa, terminaron por hacer su posición insufrible. Se sentían responsables a causa de su pasividad. Uno de ellos, el coronel Leoncio Blanco tramó una conspiración. Entre los comprometidos se contaban el capitán Aníbal Vallejo, del cuerpo de Aviación, el general Vásquez Rivera, jefe del Ejército durante corto tiempo y separado del cargo por haber impedido un atropello de Petán Trujillo, hermano del Generalísimo. El Comandante de un barco del Gobierno, invitado a tomar parte en ella, los denunció. Reducidos a prisión, se les torturó sin piedad, como de costumbre. Al coronel Blanco lo ahorcaron en su celda. A otros comprometidos se les ejecutó silenciosamente. Sobre Vallejo recayó una condena de veinte años de presidio. Dos años más tarde recibió el indulto. Lo nombraron Inspector de Carreteras y en la frontera halló la muerte. Su cadáver fue arrojado en territorio de Haití. La prensa le atribuyó el asesinato a los haitianos. A Vásquez Rivera lo pusieron en libertad, por falta absoluta de pruebas. Se le envió de Cónsul a Burdeos, donde vivió unos años. Destituido del cargo, cometió el error de volver a Santo Domingo. Cuando el viaje del Generalísimo a Europa lo acusaron de conspirar nuevamente y lo prendieron. Aquél, al regresar, ordenó su muerte. Lo envenenaron en la cárcel y fusilaron a todos sus hermanos y a otros oficiales. También el Mayor Luis Silverio se suicidó en la prisión, a principios de 1940. Silverio era jefe de la Fortaleza San Luis en mayo y junio de 1930. Cuando José Estrella solicitó presidiarios expertos para la expedición a San José de las Matas contra los Martínez Reyna, él se negó a entregarlos sin consultar a Trujillo, quien le dijo por el teléfono: “obedezca las órdenes del general Estrella”. Ante lo horrible del crimen, le asaltaron después remordimientos. Desde entonces se condujo con benignidad. Esa conducta lo hizo sospechoso y motivó su expulsión del Ejército. Estuvo exiliado en Cuba, pero acosado por el hambre solicitó garantías. A fines de 1939 lo prendieron. El día de año nuevo de 1940 apareció muerto en su celda. Oficiales de menor graduación, sargentos, cabos y soldados rasos, han sido ejecutados
silenciosamente en diversas ocasiones. Son muertos anónimos, cuyos nombres no llegan al exterior, sino el simple informe de que se acaba de realizar una purga.
En octubre de 1937 se efectuó uno de los crímenes más espantosos, no puede emplearse otro calificativo, de la Era de Trujillo. Se trata de una hecatombe semejante a aquellas que en honor de su dios Huichilobos realizaban los aztecas en sus grandes solemnidades religiosas. Ante las quejas de frecuentes robos de ganado en la frontera, que le presentaron, en medio de una fiesta, Isabel Mayer y otros hacendados de Monte Cristi, Trujillo ordenó la matanza de todos los haitianos radicados en territorio dominicano. Una semana duró el degüello. Quince mil, entre hombres, mujeres y niños, fueron sacrificados. En Moca se prendieron alrededor de ochocientos. Hacíaseles levantar el brazo izquierdo y los verdugos le hundían la bayoneta en el corazón. Los niños de pecho, cogidos por los piececitos, eran lanzados contra los árboles. En el Santo Cerro, Provincia de La Vega, en un zanjón, enterraron seiscientos haitianos. Casi todos fueron ejecutados con machetes, puñales y bayonetas. Se les obligaba, antes de sacrificarlos, a cavar sus propias fosas. Cuando las víctimas salían corriendo eran cazadas como fieras. Muchas familias dominicanas escondieron sus sirvientes y cocineras haitianas para salvarlas. Los ingenios azucareros del Este y la Compañía Yuquera, propietaria de haciendas en San Francisco de Macorís y Santiago, se negaron a entregar sus peones y obtuvieron permiso de enviarlos en camiones a Haití. Pero en otros lugares del Cibao se recogieron los haitianos, mediante la oferta de enviarlos a su país. Muchos confiaron en esas promesas y salieron de los sitios donde se ocultaban para presentarse a las autoridades. Cuando había un número suficiente partían los camiones repletos de familias. Al llegar a un sitio apropiado sus guardianes los sacaban a golpes, hacíanles abrir sus fosas y los degollaban a todos, como si se tratara de ganado. Hubo soldados que enloquecieron más tarde al recordar constantemente los ayes desesperados de las víctimas, algunas de las cuales pedían la muerte para ellos, pero el perdón para sus mujeres y sus hijitos.
Las órdenes del Generalísimo eran inflexibles; no había derecho a compasión, porque era una forma de traicionarle. En Santo Domingo ha existido un respeto tradicional por los extranjeros, quienes gozaron siempre de más garantías que los dominicanos. Nuestros Gobiernos sentían una especie de santo temor, ante ellos. No querían provocar conflictos internacionales, especialmente si eran ciudadanos americanos. Trujillo ha roto esa norma. Se ha burlado descaradamente del Presidente Roosevelt y del Secretario Cordell Hull, gracias a la política de buen vecino, porque sabe que, por una ilógica interpretación, el buen vecino no es el pueblo dominicano, sino él. Arregló el asesinato de Colón Piris con cincuenta mil dólares. La matanza de los haitianos parecía un asunto más difícil. En Haití hubo grandes manifestaciones públicas para pedir justicia. Aparecieron en la prensa fotografías de niños con machetazos en la cabeza. Obispos franceses, que ejercían su ministerio en aquel país, publicaron testimonios acusadores. En Washington, el Gobierno sintió la necesidad de tomar una actitud decidida. Parecía como si la sangre de los quince mil haitianos hubiera agotado la paciencia de la Cancillería americana. El representante Hamilton Fish calificó a Trujillo de bebedor de sangre y pidió, en el Congreso americano, el retiro del reconocimiento de su Gobierno. Una esperanza comenzó a brillar para los dominicanos; pero fue sólo una ilusión desvanecida. Los diplomáticos y el Nuncio de su Santidad actuaron a título de mediadores, con eficiencia y rapidez. El oro del Generalísimo hizo el resto. El Gobierno haitiano convino en recibir setecientos cincuenta mil dólares. Trujillo dio en efectivo doscientos mil. Se atribuyó a los exiliados el haber inventado la patraña de la matanza para calumniar al Generalísimo, pues se trataba de un simple incidente fronterizo contra cuatreros haitianos. Por haber protestado contra aquel crimen fuimos declarados traidores a la patria. Hamilton Fish aceptó una invitación para ir a Santo Domingo. Lo agasajaron espléndidamente. Cuando regresó, declaró su admiración por nuestro Generalísimo, iniciador, según dijo, de una Edad de Oro en la República Dominicana. Restablecióse la calma. –Señores,
aquí no ha pasado nada, pudo afirmar sonriente nuestro Héroe. Según se publicó en el Washington Post y en numerosos periódicos americanos, en sus números de principios de agosto de 1942, con motivo de una investigación realizada sobre las actuaciones apaciguadoras del representante Hamilton Fish, opositor a la erogación de créditos de guerra y predicador de la neutralidad, se pudo comprobar que éste recibió, entonces, en un cheque de “The National City Bank of New York”, la cantidad de veinte y cinco mil dólares del Generalísimo Trujillo. ¿Cuánto le cuesta a la República Dominicana conservar en el mando a su Benefactor?
En el 1934 se le dio en Barahona, un paseo, del que no regresó, al profesor puertorriqueño Miranda. Los herederos fueron indemnizados. Pero todavía Trujillo no contaba entre sus víctimas un blanco, rubio, de ojos azules, nacido en Norteamérica. No tardó en presentarse la ocasión de demostrar que él se atrevía a todo. El Reverendo Barnett, pastor de una Capilla Episcopal en Santo Domingo, había enviado informes a periódicos americanos sobre los asesinatos de haitianos. Interceptada la correspondencia, una tarde Trujillo lo invitó a visitarlo en su Hacienda “Fundación”, a treinta kilómetros de la capital. Allí lo increpó en términos violentos por su intromisión en asuntos que no le atañían, pero el Reverendo no se intimidó –confiaba sin duda en su nacionalidad– y le contestó con firmeza. Le dieron muerte a tiros inmediatamente. El cadáver, llevado a la casa donde habitaba la víctima con la única compañía de un sirviente negro de las antillas inglesas, fue colocado, previa preparación del escenario, en forma de simular un asesinato por robo. El sirviente fue preso y procesado, pero su Ministro intervino en su favor e hizo responsable al Gobierno dominicano por si aparecía suicidado y lo soltaron. Entonces un puertorriqueño se confesó culpable. Su familia protestó desde Puerto Rico y también lo libertaron. Al chofer que llevó al rubio
Reverendo a “Fundación” lo mataron los desconocidos. Trujillo sigue mandando. ¡Cuán agradable es la política del buen vecino!
Si quisiera narrar cómo han perecido, una por una, las cuatro mil víctimas dominicanas de la Era de Trujillo, necesitaría escribir un libro entero y no un capítulo. He descrito los casos más notables
con el objeto de señalar los métodos utilizados para sembrar el terror. Santana, Báez y Lilís, en sus épocas de mando, en el siglo pasado, no ejecutaron más de quinientas personas, mucho menos. Los muertos en las guerras civiles de 1899 a 1916 tampoco alcanzaron a aquella cifra. Si la República Dominicana ha disfrutado durante la Era de Trujillo de una paz absoluta, ¿a cuántos habrían ascendido los eliminados de ocurrir un levantamiento? Pero en verdad hubo uno, que olvidaba. El del cabo Enrique Blanco. Este individuo había servido en el Ejército. Su buena puntería lo hizo acreedor de una medalla de tirador. Más tarde lo expulsaron del cuerpo y lo persiguieron. Se refugió en los montes. Estuvo un año prófugo, sin formar grupo. Se movilizaron tropas para capturarlo. Al llegar las patrullas a un bohío, donde hubiese estado oculto, mataban a cuantos los habitaban. Así murieron, como en el caso del general Bencosme, centenares de campesinos, pero los soldados temían encontrarlo; su rifle no fallaba jamás. Por último, cuando se le terminaron los pertrechos lo rodearon e iba a ser capturado: se suicidó. ¡La paz quedó restablecida!
¿Cómo ha podido Rafael Leónidas Trujillo realizar tantos y tan monstruosos crímenes sin que el pueblo dominicano, presto a combatir en otros tiempos a los gobernantes tiránicos, no se haya levantado para derribarle? Un cúmulo de circunstancias lo han favorecido. Desde el Gobierno del general Vásquez, él se ocupó en formar un Ejército suyo. No se requería instrucción alguna para ser oficial; bastaba mostrarse adicto a su persona, mientras se le servía de chófer o de asistente. Todo lo debían a él y todo lo esperaban de él. Directamente intervenía en la designación de cabos y sargentos. De ellos sacaba la oficialidad más tarde. Se opuso, con el general Vásquez, a la admisión en el cuerpo de cadetes de individuos que no fueran sargentos y puso obstáculos a la fundación de una Academia Militar, pues oficiales de carrera, no seleccionados por él, no le convenían.
(Para leer el resto del libro De Lilís a Trujillo de Luis F. Mejía pueden encontrarlo en el Internet)
COMPARTIR
COMPARTIR